Descripción
Nuestra experiencia en la ciudad se encuentra en gran parte condicionada, o conducida, por planificaciones urbanas orquestadas desde las oficinas del poder político y económico. Para quienes operan las manijas que inciden en las formas del habitar y del convivir, es el mercado y la desmovilización social lo que debe imponerse a la hora de organizar el espacio. Afortunadamente, esta lógica ha terminado por colisionar contra el hastío y el rechazo masivo de la población; con la revuelta popular de octubre se abrió, como contrapartida, un renovado espacio para la imaginación, el pensamiento y la acción política, en donde el derecho a la ciudad y la autodeterminación de los territorios han tenido un rol protagónico.
Pero ocurrió que, en pleno desarrollo de estas aperturas y apropiaciones del espacio público, nos vimos repentinamente
sacudidos por una pandemia global que nos obligó a encerrarnos y a distanciarnos. Confinados en nuestras casas, impedidos de transitar libremente por las calles y sujetos a un toque de queda que ya se extiende por más de un año, experimentamos la realización del control social total que adelantaron las ficciones distópicas del cine y la literatura. Si bien algunas de las medidas gubernamentales han sido necesarias para frenar la ola de contagios, a lo que apuntamos es al peligro de terminar normalizando el estado de excepción. Debemos insistir, hoy más que nunca, en imaginar nuevas formas de habitar, percibir y compartir los espacios que nos son comunes, si no queremos seguir sometidos a este régimen punitivo de la hipervigilancia en el futuro.
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